CAPÍTULO 5

Prácticamente no se habían cruzado con nadie desde hacía una semana. Yaeko siempre se adelantaba y volvía al poco informando acerca de otros viajeros, tan sólo un par de mercaderes y unos heimin sin importancia. La mayoría de los samurai que viajaban a Komoe lo hacían a caballo y para eso debían hacer uso del camino principal. Hikari hubiera matado a quien fuera por un caballo y por haber podido dejar el estrecho sendero medio abandonado por el que tenían que viajar. Sin embargo, aquel camino, aunque más tortuoso, era más corto y, sin duda, menos transitado; por lo que Shiuzu y Akomachi se sentían mucho más tranquilos. Viajaban con lo justo, cada uno llevaba un pequeño macuto a la espalda con algo de ropa y comida y todos vestían con sencillos kimonos y hakamas. Yaeko iba a la cabeza, caminaba ligera y con soltura; detrás Shiuzu y Akomachi, que no parecían tener demasiados problemas para moverse por el bosque; unos pasos más atrás iba Hikari intentando mantener la compostura, le dolían los pies y a cada paso que daba temía tropezar; detrás de ella iba Katsu haciendo un gran esfuerzo por no adelantarla y dejarla rezagada. El joven yojimbo, al ver las dificultades de Hikari para seguir el ritmo, se ofreció a llevarla cargada en la espalda. Ante tal propuesta ella se mostró indignada y se negó rotundamente; sin embargo, sí aceptó que Katsu cargara con su equipaje y, a pesar de que él llevaba el suyo, su daisho y un enorme nodachi en la espalda, no se quejó en absoluto.

No, Hikari no estaba acostumbrada a aquel tipo de viajes, siempre iba a caballo y por Komoe se trasladaba en palanquín. Se sorprendió al ver que su hermana lo llevaba tan bien, se movía como un zorrillo, silenciosa y veloz. Hikari pensó que su madre la estaba castigando con aquel viaje. Le había pedido haber ido más tarde con ellos por el camino principal; pero Aiko le explicó que el compromiso no estaba del todo cerrado, era importante que Kenichi no se echara atrás y que Yaeko pudiera terminar de acordar los términos con el daimyo. Por eso ambas hermanas debían llegar cuanto antes. Partir de Komoe había sido muy duro para ella: dejar atrás su lujosa casa para casarse con un Irodake, aunque fuera el hijo del daimyo, no le hacía ninguna ilusión; porque aun siendo el hijo del daimyo, era un Irodake y eso significaba que era pobre. Había tardado horas en decidir qué kimono llevar para presentarse ante su prometido y su nueva familia.

—Pero, madre —le había dicho a Aiko mientras preparaban el equipaje—, ese es demasiado sencillo, pareceré una criada. Mejor este, mira, ¿no es precioso?

—Sí, es tan precioso y tan caro que Irodake Yusuke lo venderá —contestó Aiko.

—¿Cómo que lo venderá?

—Por supuesto, cuando seas su nuera, tú y todas tus posesiones les perteneceréis. Ese kimono vale más que toda su provincia, no te quepa la menor duda, lo venderá.

Así que tuvo que conformarse y dejar sus tesoros en su arcón lacado en Komoe y decirles adiós. También tuvo que despedirse de sus bonitos peines y horquillas, de sus espejos de ámbar y jade, de sus perfumes, de sus joyas… de todo.

Los pies le ardían, tenía calambres en los gemelos y se sentía avergonzada por no poder seguir el paso de los demás. Rezaba por poder asearse debidamente, quitarse el sudor y el polvo del camino y poder dormir en una casa en condiciones. No había conseguido descansar bien al raso a pesar de que una noche Shiuzu le había hecho una improvisada cama con hojas; Hikari agradeció el gesto, pero las hojas se le clavaban y juraría que algún insecto se le había metido en el kimono y sintió picores por todo el cuerpo.  Afortunadamente, había llegado la hora de comer algo, el sol estaba en lo alto y hacía un calor asfixiante. Abandonaron el camino y se acomodaron en el suelo como pudieron, había una roca que los demás cedieron a Hikari para que se sentara. Yaeko se marchó y volvió al cabo de un rato.

—He visto a un hombre —dijo Yaeko en voz baja.

—¿Cómo era? —preguntó Akomachi inquieto.

—Parecía un monje… aunque, no sé, hay algo raro en él —respondió ella.

—¿Un monje? —intervino Katsu con la boca llena de pan de arroz—, yo no me preocuparía.

La verdad era que un viejo monje no debía suponer ningún tipo de problema, además, estaban alejados del camino y lo más probable era que no fueran vistos.

Pasó un rato y escucharon el crujir de la hierba, alguien se acercaba. El grupo permaneció expectante y, de entre la maleza, apareció un anciano de baja estatura y encorvado, vestía una vieja túnica roja de monje y llevaba un sombrero de paja.

—Oh, nobles samurai, ¡qué alegría encontrar a alguien después de tanto caminar! —dijo el monje con una gran sonrisa, miró a Hikari y ella le devolvió la mirada con indiferencia—. Vaya, ¡qué belleza! Las fortunas son bondadosas por permitirme encontrar a semejante preciosidad. Hallaros a vos, noble señora, es como encontrar un crisantemo entre hojas muertas. No os ofendáis los demás, por favor, nobles samurai. Decidme, bella dama, ¿cómo os llamáis?

—Mi nombre no es asunto tuyo —respondió ella molesta.

—¿Os he importunado? Perdonad, por favor, a este pobre viejo, he sido un grosero, no me he presentado, soy el monje Mikoshi-Nyudo. Llevo días de viaje y la verdad es que estoy hambriento; veo que estáis comiendo, nobles samurai, ¿no tendréis quizá un poco para este viejo monje?

—No. —Katsu lo miraba con enfado, llevaban las provisiones justas y, si el viaje se alargaba más de lo previsto, se quedarían sin nada.

—¿No? ¿Nada? —El monje volvió a mirar a Hikari—. ¿Es vuestro yojimbo? Es muy fuerte, sí.

Katsu se puso de pie y el anciano le llegaba al pecho.

—Márchate— le dijo Katsu de manera tosca.

—¿Marcharme? —respondió el monje sin dejar de sonreír, se enderezó un poco y estiró la espalda—. No he hecho nada malo, ¿acaso este bosque es tuyo, joven guerrero?

Katsu respiró hondo y se llevó la mano a la espada mirando al viejo fijamente. Los demás miraban tranquilos y seguían comiendo. Excepto Yaeko, que observaba a Mikoshi-Nyudo con el ceño fruncido.

—¿Vas a sacar la espada por un pobre anciano como yo? —Mikoshi-Nyudo pareció estirarse y Hikari se percató de que era casi tan alto como Katsu—. Sólo he pedido comida, ¿acaso es un crimen en este Imperio? Quizá haya molestado a la joven dama; sólo le he preguntado su nombre, aunque si quisiera, podría raptarla. —Rió de manera perversa.

Katsu sacó su katana, los demás se habían dado cuenta de que el cuello del monje se había estirado y que el viejo le sacaba una cabeza a Katsu. Todos se pusieron en guardia. Shiuzu preparó su arco, Akomachi y Hikari permanecieron a la espera pues quizá fuera necesario invocar a los espíritus elementales. Hikari buscó con la mirada a su hermana pero no la vio y pensó que se habría agazapado entre los árboles. Katsu tuvo que elevar la cabeza para mirar fijamente a los ojos del monje, que no paraba de crecer, y se dispuso a lanzar el primer ataque. Mikoshi-Nyudo frenó el golpe con sus propias manos, que resultaron ser duras y tenían unas uñas largas y afiladas. Katsu salió disparado unos pasos atrás y lo perdieron de vista. Shiuzu tiró una flecha al monje y ésta le rebotó en el torso. El monje se volvió hacia ella, la cogió con ambas manos arañándole el pecho y la lanzó con fuerza contra la roca en la que se había sentado Hikari.

—¡Shiuzu! —gritó Akomachi y corrió a socorrer a su hermana, que yacía inconsciente.

Akomachi, empezó a invocar a los espíritus del agua con el fin de sanarla. Hikari había comenzado a invocar a los espíritus del fuego; pero Mikoshi-Nyudo, cuyo cuello se había estirado tanto que su cabeza alcanzaba ya las copas de los árboles, se agachó y la cogió interrumpiendo el hechizo. Ella lo miraba con odio.

—Maldita arpía, si me hubieras dicho tu nombre, si me hubieras dado comida… Ahora no importa, serás mía y llevarás el nombre que yo quiera ponerte —dijo entre risas el monje.

Entonces, Mikoshi-Nyudo recibió una pedrada en la cara y gruño furioso.

—¡Hermana! —gritó Yaeko—, ¡no lo mires! ¡Deja de mirarlo!

—¿Qué? —dijo Hikari sorprendida sin estar segura de dónde estaba exactamente su hermana.

—¡Mira al suelo! ¡Hazme caso! —insistió Yaeko.

Hikari hizo un esfuerzo y desvió la mirada obedeciendo a su hermana.

—¡Mirame! ¡Mírame! —Mikoshi-Nyudo estaba furioso. Su cuello comenzó a reducirse volviendo a su estado normal y en un instante volvió a ser el anciano que había sido en un principio. Entonces, de pronto, se esfumó.

Yaeko bajó de un árbol con gran agilidad y Katsu había regresado de donde quiera que hubiera sido lanzado por el monje. Akomachi había conseguido que su hermana volviera en sí y sus heridas estaban prácticamente sanadas, aunque tendría que llevar el kimono rasgado.

—Un yokai —explicó Yaeko—, lo normal es que no se alejen del centro del Akumamori, pero este necesita viajeros de los que alimentarse.

—¿Cómo sabías qué hacer para acabar con él? —preguntó Akomachi.

—Lo aprendí en mi dojo. —Yaeko se puso su macuto a la espalda—. Vamos, no conviene que nos detengamos mucho rato.

Hikari suspiró. Estaba agotada y deseaba acabar el viaje; pero tampoco tenía prisa por llegar a Shiro Irodake, gustosa se habría dado la vuelta de regreso a Komoe.

—Yaeko —dijo Hikari después de haber caminado todo el día.

—¿Sí? —le respondió ella desde unos pasos más adelante.

—¿No había una posada por aquí? Salía en el mapa que nos enseñó mi padre.

—Sí, el Wagaya, pero hoy no llegaremos. Mañana si somos raudos, podremos hacer noche allí.

«Si somos raudos…», pensó Hikari, «¿más raudos?». Cuando el cielo se oscureció lo suficiente como para no poder controlar sus propios pasos, decidieron parar a hacer noche en un claro cerca del camino. Aunque los días eran calurosos, las noches resultaban bastante frías y a Hikari le hubiera encantado encender una hoguera e, incluso, comer algo caliente; pero era demasiado arriesgado y Akomachi y Shiuzu pidieron que no se encendiera ningún fuego. Yaeko se unió a ellos y Hikari la miró sorprendida, pues no se había dado cuenta de que se había marchado.

—He visto a un grupo de hombres, no quiero alarmar pero uno de ellos lleva el emblema de la Magistratura en la armadura —dijo Yaeko.

—¿Tanaka? —Akomachi parecía muy alterado.

—No, es Sayana Karo, su yoriki. Uno de sus hombres lo ha llamado así.

—¿Cuántos son? —preguntó Shiuzu.

—Diez —respondió Yaeko.

—¿Diez? —Shiuzu se mostró preocupada.

—¿Sólo diez? —Katsu se encogió de hombros.

—¿Qué más da cuantos sean? —interrumpió Hikari—, que sigan su camino, si guardamos silencio no nos encontrarán.

—¿Qué? —exclamó Katsu—, ¿es que no vamos a hacerles frente? Podemos quitarnos a ese Karo de encima, ¿no? —Miró a Akomachi esperando su afirmación.

Akomachi miró a su hermana, respiraron hondo y asintieron.

—Van a pie —explicó Yaeko—, el sendero ya sabéis que es estrecho así que avanzan en fila de uno. Será fácil emboscarlos en el camino. Nos tendremos que dividir, Katsu y Hikari, esperad a la derecha del camino. Hikari, prepárate para realizar alguno de tus hechizos. Shiuzu y Akomachi, esperad a la izquierda, cuando estén cerca, Shiuzu, dispara una flecha al primero, esa será señal de los demás para atacar, ¿entendido?

—¿Sabes si hay algún yamabushi entre ellos? —preguntó Akomachi.

—Diría que no, todos llevaban espadas, pero nunca se sabe —respondió Yaeko.

Todos se prepararon en su posición y esperaron.

—¿Y Yaeko? —le susurró Hikari a Katsu—, ¿dónde se supone que estará ella?

Él se encogió de hombros y preparó su nodachi. Aquel espadón podía partir a un caballo por la mitad si se empleaba la suficiente fuerza. Hikari pensó en qué hechizo usar, el fuego era demasiado peligroso; estaban rodeados de árboles y podría incendiar unos cuantos, llamando la atención de cualquiera que viera el humo en la distancia. Así que decidió sacar un tanto que llevaba oculto en el kimono. Suspiró.

—Katsu… —dijo Hikari en voz baja.

—¿Qué? —respondió él susurrando.

—Te has criado como un Komoe, ¿cierto?

—Sí, así es, soy un Komoe. —Él la miró y se fijó en la daga—. No pretenderás atacar con eso, ¿verdad?

—Claro que no…

—¿Entonces? —Katsu la miraba confuso.

—Lo necesito… para un hechizo. —Levantó las cejas intentando hacerse entender.

—Ah, sí, claro, sí, sí —dijo él—, mi madre también es mahotsukai.

—Shhhh… —Ella se llevó el índice a los dedos—. Akomachi y Shiuzu de momento no tienen porqué saberlo, ¿de acuerdo?

Él se encogió de hombros, soltó un gruñido y puso la vista en el camino, atento a la señal de Shiuzu. Al poco rato, los hombres de Karo aparecieron. El primero llevaba un pequeño farol que alumbraba el camino y el que parecía el líder era el único que llevaba armadura y un kabuto. Una flecha voló y se hundió directa en la garganta del que iba a la cabeza y el farol se apagó al caer; el camino quedó iluminado tan sólo por la luna creciente. El que caminaba el último recibió el corte de un puñal en el brazo. Los demás sacaron las espadas y Katsu se plantó en mitad del camino luchando contra dos bushi al mismo tiempo. Las flechas de Shiuzu seguían volando; pero la oscuridad de la noche le dificultaba la visión y decidió salir, espada en mano, a hacer frente a otro soldado. El hombre de la armadura y el resto de sus hombres, buscaban en el penumbra a los atacantes escondidos. De pronto, el bushi caído se levantó. Hikari estaba confusa, ella se había concentrado en desangrar al hombre herido por el cuchillo, cuya sangre brotaba y brotaba sin cesar hasta que cayó muerto. Ignoraba quién había levantado el cadáver. Ninguno de sus rivales parecía estar llevando a cabo ningún hechizo de ningún tipo. Entonces el cadáver andante se enfrentó a los que habían sido sus compañeros.

—¡Mahotsukai! —gritó el bushi de la armadura.

—Karo-sama —gritó otro—, ¡huyamos!

Pero la huída era difícil. Katsu había acabado con sus dos rivales y fue directo a cargar contra Karo. Shiuzu, por su parte, no había logrado vencer al hombre contra el que luchaba, cuando unas piedras volaron disparadas contra éste machacándole la cabeza. El cadáver andante se lanzó a luchar contra otros dos soldados; éstos estaban espantados y no se vieron capaces de hacer frente a un rival así, por lo que enseguida fueron derribados por el cadáver y por su propio miedo. Un bushi que había intentado ocultarse en las sombras, recibió una brutal cuchillada en el pecho. Katsu parecía en desventaja contra Karo pues había derribado ya a otros dos hombres e iba sin armadura. Hikari lo observaba y le pareció que Katsu era más grande de lo habitual y sus ojos brillaban en la oscuridad. Entonces Katsu levantó el nodachi con las dos manos y lo dejó caer con toda su fuerza sobre el cuello de Karo; la hoja se hundió de manera vertical en el cuerpo del samurai partiendo la armadura y dividiendo el cuerpo por la mitad. Todo parecía haber terminado, Hikari, Akomachi y Yaeko salieron de sus escondites y sonreían satisfechos. Hikari miró el cadáver andante y miró a Akomachi, él era el único que había podido levantarlo; Akomachi levantó la mano izquierda ensangrentada, ella hizo lo mismo y se sonrieron. Para Hikari fue un alivio comprobar que no tenía por qué ocultarse ante Shiuzu y Akomachi, resultaba grato contar con otro compañero mahotsukai.

—Falta uno.— Yaeko miraba al suelo contando los cuerpos y palpando la tierra.

—¿Qué?— preguntó Shiuzu alarmada.

—Eran diez y aquí hay nueve —explicó Yaeko.

—¿Es posible que contaras mal antes, Yaeko-san? —preguntó Akomachi.

—No, no es posible. Uno se ha escapado —afirmó Yaeko.

 

Sigue la historia en el CAPÍTULO 6