Prólogo de Shirukuni vol.2

Este es el prólogo de Shirukuni vol. 2 La leyenda de los Tres Brujos. 

AVISO: ¡Contiene spoilers! No continúes si no has leído Shirukuni vol. 1 El resurgir de la sangre.


LA CAIDA DE LA CASA DE LA SANGRE

Todo ardió. Todo. Mi casa. Mi Gran Casa. El Palacio de mi abuelo. Y yo no era más que un niño. Solo tenía nueve años.

Fue culpa de una profecía, el maldito augurio que decía que de la Gran Casa de la Sangre vendría el asesino del último Emperador. Siempre fuimos leales. Los Ketsueki nunca dejamos de servir al Hijo de Amaterasu. La profecía llegó del líder de los Onmyoji y, ¿cómo saber si era cierta? Ellos siempre se habían sentido amenazados por el poder de la sangre. El mismo Emperador temía el dominio intenso y devastador de ambos elementos y restringió el número de samurai que podían invocarlos: cincuenta Onmyoji y cincuenta Hirajin; tan solo existía una excepción, las sacerdotisas del templo de Izanami de Kyuden Ketsueki, que practicaban magia de sangre para honrar a la diosa. Los primeros han sido siempre los únicos a los que se les permitía el acceso a la magia de Vacío, el gran conocimiento secreto custodiado codiciosamente por dicha orden. Los segundos eran los únicos que podían practicar magia de sangre, pero fue imposible. El Vacío era difícil de aprender y la sangre, tan fácil… En seguida comenzó a extenderse de manera imparable: los samurai de todo el Imperio se transmitían aquel conocimiento de unos a otros: de madre a hijo, de hermana a hermano, de esposo a esposa. Y muchos incumplieron la ley. La Casa del Vacío tuvo miedo pues la sangre era el único elemento que podía mermar los poderes de los Onmyoji. El Emperador encomendó a la Casa de la Sangre castigar a aquellos que practicaran magia de sangre de manera prohibida. Al Vacío aquella medida le pareció insuficiente y conspiraron… y mintieron. No lo supe entonces, pero lo descubrí después tras años y años espiando y conociendo las almas perversas que presumían ser puras. La falsa profecía hizo que el resto de Grandes Casas y el Emperador planearan nuestro fin, nuestra destrucción.

Era el día de Amaterasu, un día de celebración en Shirukuni y en Nara. Todas las Grandes Casas se vestían de gala, los bailes y los banquetes se sucedían sin descanso. Hubo una comida en el Palacio del Emperador y todos los miembros de las Grandes Casas residentes en la capital fueron invitados. Asistieron mi abuelo, Ketsueki no Akanashi, y su segundo hijo, mi padre, Ketsueki no Yonemoto. La heredera del Gran Daimyo y su esposo residían en Kyuden Ketsueki, en el Kirinmori. Yo era un niño y no se me permitió acudir, así que me quedé en el Palacio de la Sangre con mi madre y mi hermana pequeña, que había nacido tres días atrás.

Recuerdo a mi madre, dulce y hermosa, pálida y con los ojos brillantes, meciendo a mi hermana y amamantándola. Mi madre… A veces, solo a veces, he querido olvidar su nombre por el dolor que me supone recordar; pero después regresa a mi memoria como una caricia suave y fresca en verano, como el arrullo de los pájaros, como el devenir de las estaciones, año tras año, siglo tras siglo… ¡cómo pesan los siglos! Mi madre… su nombre… Kaoru. Mi madre acunando a mi hermana dormida, tan pequeña, con sus carrillos y sus brazos regordetes, tan llena de vida y de belleza, tan colmada de futuro. Mi madre y mi hermana… y todo estalló. Se oyeron gritos de terror y de lucha, me asomé a la gran balconada y vi a los bushi de la Sangre intentando en vano cerrar las puertas de la ciudad. Soldados con los mon de las otras Grandes Casas y el Imperial invadieron el patio matando a todos los que encontraron. Ketsueki no Kaiichiro, el líder de la orden de los Hirajin, irrumpió en nuestra habitación.

—Kaoru-sama, debéis marcharos, vos y vuestros hijos. Será arriesgado, pero es más peligroso permanecer aquí. Intentad llegar a Kyuden Ketsueki —exclamó Kaiichiro alarmado.

—Pero, ¿qué sucede? —pregunté asustado.

Kaiichiro se inclinó sujetándome los hombros y mirándome con determinación a los ojos. Siempre recordaré sus penetrantes ojos oscuros, su largo cabello negro como la noche y su fina barba.

—Has de ser valiente y ayudar a tu madre, tenéis que llegar a Kyuden Ketsueki. Tenéis que vivir. —Entonces, me entregó una bolsa y un tanto que guardé bajo mis ropas y se volvió hacia mi madre—. Kaoru-sama, tenéis provisiones para varios días, hay un yamabushi de viento esperándoos, por favor, no os demoréis más.

Kaiichiro se asomó a la terraza y, alzando los brazos, gritó un poderoso hechizo que alzó a todos los muertos para que lucharan contra los traidores.

—¡Vamos, Koro-chan, vamos! —me ordenó mi madre mientras se colocaba a mi hermana en la espalda con un onbuhimo.

Descendimos a toda prisa a los sótanos. No éramos los únicos que intentaron tomar aquel camino para escapar. Como Kaiichiro nos había dicho, un yamabushi nos esperaba, se llamaba Kenta.

—Mi señora, no será fácil, siendo vuestra hija tan pequeña —dijo Kenta—. Intentaré alejaros de aquí a los tres, pero si voy demasiado rápido, la niña podría enfermar o morir.

Mi madre asintió comprendiendo.

—Haz lo que puedas y, en caso de duda, sálvalo a él — ordenó ella acariciando mi cabello.

Detrás de nosotros se oyeron gritos, unos bushi enemigos habían descubierto el acceso al túnel y se acercaban. La mayoría de samurai se prepararon para hacerles frente y otros huyeron. Kenta abrazó a mi madre con un brazo y a mí con el otro y comenzó a correr a gran velocidad. La cabeza me daba vueltas y vomité en un par de ocasiones. Los gritos cesaron y, después de un tiempo en aquel estado de semiinconsciencia, Kenta se detuvo. Mi hermana lloraba sin cesar, mi madre se quitó el portabebés y la cogió en brazos.

—¿Estamos muy lejos, Kenta-san? ¿Lo sabes? Hace muchos años que no recorro este túnel y me falla la memoria —preguntó Kaoru.

—Lo lamento, señora, pero me temo que sí. Jamás he estado aquí antes, solo sé que debemos continuar en línea recta. Cuando el camino se bifurque, giraremos a la derecha, después a la izquierda, y luego a la derecha otra vez. Entonces, llegaremos a Kyuden Ketsueki. Por lo que sé, a paso normal se tarda un mes.

—¿A dónde llevan los otros caminos? —pregunté.

—A distintos puntos dentro del territorio de la Casa de la Sangre, desconozco a cuales —me explicó.

—Madre, ¿qué ha pasado?, ¿por qué..? —pregunté—, ¿y padre?

Mi madre me miró compungida.

—Nos han traicionado, Koro-chan. Los Onmyoji, las otras Casas, el Emperador… ¡Todos! —respondió ella con tristeza.

Kenta sacó comida de la bolsa, unos pequeños paquetes de arroz y pescado envueltos en hojas de bambú.

—Debemos llegar a Kyuden Ketsueki, tardaremos demasiado… Lo siento, señora, no me atrevo a volver a llevar a vuestro bebé a esa velocidad. Si le ocurriera algo por mi culpa no me lo podría perdonar —dijo Kenta.

—Lo comprendo. —Mi madre parecía cansada, hacía tan solo tres días que había parido y la niña era tan pequeña… La besó en la frente y le acarició la mejilla.

Seguimos el camino de manera lenta y pesarosa durante días guiados por el farol de Kenta y temíamos que las provisiones se agotaran. Según el yamabushi, habían pasado dos semanas, aunque a mí me pareció mucho más. Mi madre aún sangraba y tenía dolores en el vientre. Arrastraba los pies y cargaba a mi hermana, que no se soltaba del pecho, en brazos. De pronto se detuvo, se apoyó contra la dura y fría piedra y se sentó.

—Kaoru-sama, debemos seguir avanzando, ¿queréis que intente llevaros un rato? —dijo Kenta.

Mi madre negó con la cabeza. Tenía los ojos hundidos por el cansancio y la pena, y el brillo de su mirada se había apagado como velas mortecinas en un templo abandonado.

—No tiene sentido, Kenta-san. Somos una carga. Si seguimos juntos los cuatro moriremos de hambre. A ella no puedes llevártela, no sobrevivirá yendo tan deprisa, tú mismo lo has dicho. Salva a Koro, salva a mi hijo —dijo mi madre con voz queda.

—¡No, madre! ¡No! ¡No te dejaré aquí! —grité abrazándola.

—Koro-chan —me dijo con voz dulce y tranquila—, mi niño, has de salvarte por nuestra Casa. Nosotras no podemos, mi pequeño. Has de ser valiente, has de vivir y vengar a la Gran Casa de la Sangre. Llévatelo, Kenta-san.

—¡No, madre, no! —sollocé.

Intenté aferrarme a ella, pero Kenta obedeció la orden, me abrazó con fuerza y corrió a la velocidad del viento durante horas. Me sentí mareado y a punto de desfallecer, la cabeza y el corazón me iban a estallar por la rabia y la tristeza. Pasaron horas, no supe cuántas, cuando al fin Kenta se detuvo ante unas escaleras. El túnel se había ido estrechando de manera progresiva y cada vez había sido más difícil correr por él.

—Ya casi hemos llegado, estamos a un día. Koro-chan, lamento lo ocurrido. —Kenta parecía cansado y bastante mareado por el potente hechizo y se sentó en un escalón.

Me sentía furioso con él; me había separado de mi madre y de mi hermana, me había arrancado de sus brazos sin haberme despedido de ellas. Cuando recuperé el equilibrio, no dudé; me coloqué detrás de él, saqué el tanto que Kaiichiro me había dado y se lo hundí en la espalda una y otra vez, descargando en él toda mi rabia. Aquella fue la primera vida que arranqué, la primera de tantas…

Vagué en soledad por el túnel. Ya no tenía miedo a morir y la vida me asustaba más que la muerte. Hasta que encontré una larga y estrecha escalinata. Ascendí fatigado y medio ido, sin pensar, y entré en Kyuden Ketsueki. Silencio. Silencio y muerte.

Todo. Lo habían destruído todo. Deambulé sin rumbo por los pasillos atestados de cadáveres decapitados, por las grandes salas de suelos bañados por inmensos charcos de sangre. Salí al patio y hallé pilas de cuerpos calcinados. Polvo y ceniza. Entré en el dojo de bushi. Todos los niños muertos, la mayoría tendrían mi edad. Después entré en el de yamabushi y lo hallé vacío, tan solo había una gran mancha de sangre reseca en el tatami. «Aquel iba a ser mi dojo, iba a venir dentro de unas semanas», pensé. Vi tantos, tantos muertos, que ya no me importaban. Todo carecía de valor desde que Kenta me separó de mi madre. Por último, fui al templo y hallé más muerte.

—Hola, creí que estaba solo —me volví y vi a un joven en la puerta—. Hace unos días realicé mi genpuku. Soy un samurai. Después… después vino la muerte. Mi sensei nos ordenó escondernos. Fui el único que se escondió bien.

—Ho… hola… Me llamo Koro.

—¿Koro? ¿Eres el nieto de nuestro Daimyo?

—Sí, ¿quién eres tú?

—Un yamabushi de este dojo, fiel a la Casa de la Sangre, me llamo Sekime Naizen. —El muchacho parecía conmocionado y medio ido—. Mi tío se lo llevó… Se lo llevó al sur, a nuestra provincia.

—¿A quién se llevó?

—Al bebé, al hijo de Mieko.

—¿Al hijo de mi tía Mieko? —De pronto sentí una leve esperanza al saber que mi primo, el hijo de la heredera de mi abuelo, podía estar vivo.

—Sí… Mieko se sacrificó por él. Mi señora no se quiso marchar. Ella, los Hirajin y mi sensei se encerraron, pero los he encontrado. Están todos muertos, dieron con ellos y los mataron. Estaban haciendo un ritual. —Sacó un pergamino entre los pliegues de su ropa y lo extendió para mostrármelo, estaba lleno de caracteres escritos con sangre—. No sé para qué sirve, pero intuyo que lleva la sangre de todos ellos, debe de ser importante, ¿no crees? —Naizen hablaba como si estuviera ausente, me miró de nuevo y pestañeó volviendo en sí—. ¿De dónde has salido?

—De un túnel, un largo túnel que llega hasta la capital —respondí.

—¿Qué ha ocurrido allí?

Guardé silencio unos momentos, me costaba explicar lo ocurrido, como si pronunciar aquellas palabras en voz alta convirtiera los hechos en reales.

—Nos han traicionado… los han matado a todos. Ketsueki no Kaiichiro nos ayudó a escapar.

—¿Os ayudó? ¿A quiénes?

—A mí, a mi madre y a mi hermana, pero ellas… Ellas no han llegado.

Entonces rompí a llorar comprendiendo que toda mi familia había sido masacrada, toda mi Casa, mi tierra, todo. Naizen se acercó a mí y me abrazó.

—Tranquilo, Koro-chan. Cuidaré de ti, cuidaremos el uno del otro. Algún día nos vengaremos, algún día destruiremos lo que esos traidores veneran, derrumbaremos su mundo y todo lo que aman.

—El dojo de yamabushi iba a ser mi escuela. ¿Quién me enseñará ahora? —pregunté desolado.

—¿Eres yamabushi? Entonces yo te enseñaré todo lo que sé hasta que encontremos un sensei con más experiencia. Espero que te guste el fuego —dijo sonriéndome.

Pasamos varios días en Kyuden Ketsueki esperando. Nadie vino a pedir ayuda ni a comprobar que quedaran supervivientes. Según me explicó Naizen, muchos clanes vasallos habían traicionado a la Gran Casa de la Sangre también, y los que habían sido leales se rebelaron contra ellos creándose un conflicto interno. Mientras esperábamos, nos dedicamos a limpiar el palacio de cadáveres, casi todos habían sido decapitados, una medida para evitar que un mahotsukai los levantara. Amontonamos los cuerpos en el patio y los quemamos; Naizen fue el joven e inexperto yamabushi que ofició el funeral por el alma de decenas y decenas de samurai inocentes vilmente traicionados y asesinados. Aquella fue su primera labor importante como yamabushi y no me cabe duda de que lo marcó de por vida.

Empezamos a debatir sobre qué hacer y a dónde ir. Naizen era muy joven y yo un niño, si salíamos de Kyuden Ketsueki, ¿cómo sobreviviríamos en el Kirinmori? El sagrado bosque donde habitaban los mágicos y venerados kirin rodeaba el castillo y nos parecía distinto; alguna vez salimos a caminar y explorar los alrededores y vimos que la pureza y la belleza que los kirin daban al lugar se había esfumado. Me afligió comprobar que los kirin se habían ido y, en su lugar, había oni y otras criaturas endemoniadas. Tampoco nos atrevimos a utilizar los túneles, pues nos asustaba aparecer en territorio enemigo. Naizen quería regresar a su provincia, pero cruzar las estepas del suroeste con caballos normales era una locura. ¿Cómo íbamos a sobrevivir a una travesía por el desierto? Decidimos quedarnos un tiempo en el castillo, parecía un lugar seguro y contaba con suficientes provisiones…

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