Shiuzu llevaba varios meses buscando a su hermano mellizo Akomachi. Sabía que había sido capturado y que, estuviera donde estuviera, era contra su voluntad.
—Siempre estaremos juntos, protegiéndonos, ocurra lo que ocurra —se prometían asustados siendo unos niños en las noches de tormenta.
De hecho, nunca antes se habían separado, excepto durante el tiempo de formación en sus respectivos dojo: ella en el de bushi y él en el de yamabushi.
Durante mucho tiempo, Shiuzu fue siguiendo la pista de los captores desde Kisarazu, su provincia de origen, perteneciente a los Oguri, uno de los clanes Gozuku, hasta el bosque del Akumamori. Atravesó la enorme provincia de Takusan y sus verdes mesetas. Takusan pertenecía a los Kitami, otro de los clanes Gozoku. Kitami era un clan pesquero y comerciante y casi todo el territorio de Takusan alejado del Mar del Este estaba prácticamente abandonado, pues estaba demasiado cerca del Akumamori. Shiuzu se sintió aterrada cuando, siguiendo el rastro de su hermano, comprobó que sus captores lo llevaban allá, al infame y peligroso bosque del Akumamori. Nunca se había adentrado en aquel bosque y no quería hacerlo, le asustaba todo lo que había oído hablar de él, todo lo que se sabía acerca de las criaturas que lo habitaban: oni, brujas, yokai, jorogumo… Durante días bordeó el bosque, rezando a las fortunas para que Akomachi no fuera llevado al interior del Akumamori, pues ella no dudaría en seguirlo, costara lo que costara. No obstante, no tuvo que entrar en el bosque para ver a terribles criaturas que hasta el momento solamente había visto en libros: demonios de diversos tipos, bakemono, trols… Los monstruosos seres eran llevados de aquí a allá por numerosos grupos de bushi, «¿pero qué está pasando?, ¿acaso alguien está formando algún tipo de ejército?, ¿quién?», se preguntó consternada. Esquivó las miradas de los bushi y de los demonios, caminando siempre incansable tras la pista de su hermano, alejándose más y más de su hogar. Se sentía frustrada cuando, una y otra vez llegaba al sitio donde deberían de estar y siempre se habían acabado de marchar, como una compañía errante que solía dejar tras de sí una estela de escenarios terroríficos llenos de símbolos escritos con sangre y de cadáveres vacíos y ensangrentados. Aquello aterraba a Shiuzu y le helaba la sangre, la posibilidad de que Akomachi fuera víctima de rituales de mahotsukai y que cuando lo encontrara no quedara en él nada de lo que fue su amado hermano.
Pero llegó el día en el que por fin los encontró, a Akomachi y a aquellos malditos brujos. Fue a plena luz del día, en las lindes del Akumamori y Shiuzu iba preparada con su arco. Sólo eran dos mujeres, un hombre y Akomachi, que iba maniatado y parecía muy aturdido, como si tuviera la mente en otro lugar. Los captores, vestidos con unas oscuras túnicas y encapuchados, repetían arrodillados una y otra vez unas extrañas oraciones, unos cantos guturales que Shiuzu no comprendía; sacaron unas dagas y cada uno se profirió a sí mismo un corte en la palma de la mano. De pronto, llegó la noche: la luna cubrió al sol y la oscuridad se adueñó de la tierra. Shiuzu no quiso esperar, supo que aquel era el momento y, agazapada entre los frondosos árboles y la maleza, disparó una primera flecha certera en la nuca de una de las mujeres que se desplomó y, rápidamente, preparó una segunda flecha. Los otros dos captores se levantaron al instante armados con sus dagas y buscaron con la mirada al atacante escondido; la mujer gritó unas extrañas palabras y la mujer muerta se levantó con la flecha aún clavada, tenía los ojos en blanco y sus movimientos no resultaban en absoluto naturales. Shiuzu contuvo la respiración y, aterrada, disparó contra el pecho del hombre que se tambaleó, pero no cayó. En aquel instante, Akomachi, que había logrado salir de su ensoñación y quemar sus ataduras con magia, se levantó e inició sus cantos de invocación para que los espíritus elementales de la tierra lo ayudaran. El suelo tembló levemente, las piedras de alrededor se elevaron por encima de sus cabezas, algunas no eran más que pequeñas piedrecitas, pero otras resultaron ser contundentes rocas. Akomachi hizo un gesto y todas las piedras fueron disparadas contra los brujos y el cadáver andante, el cual quedó prácticamente sepultado bajo un montón de piedras dejando fuera tan sólo un brazo y una pierna que aún se movían con fuertes temblores. A la otra mujer le cayó una roca en la cabeza, tan grande, que le hundió el cráneo; y el hombre yacía lapidado y ensangrentado por la herida de flecha. Entonces, el sol volvió a aparecer y a iluminarlo todo. Cuando pasaron los efectos del hechizo y la tierra se serenó, Shiuzu corrió hacia su hermano y ambos se abrazaron con fuerza.
—Hermano, al fin.
—Sabía… sabía que me encontrarías, Shiuzu. Gracias a las fortunas has interrumpido el hechizo… Debemos irnos de este bosque, ¡enseguida! Hay más de ellos cerca y mucho más poderosos que éstos, si sólo hubieran sido tres, hace tiempo que… ¡Vamos! No hay tiempo para explicaciones.
Ambos corrieron tan deprisa como pudieron buscando un camino que los alejara de aquel espantoso lugar. Akomachi no podía ir tan deprisa como su hermana, el potente hechizo de tierra le hizo moverse más despacio durante un buen rato; aunque era él quien indicaba por dónde debían ir.
Al caer la noche, llegaron a una ciudad de la que Shiuzu había oído hablar, pero en la que nunca había estado: Komoe. Komoe era una ciudad de ronin y comerciantes creada hacía ya unos treinta años, y Shiuzu nunca la hubiera imaginado tan grande.
—Aquí estaremos a salvo, al menos de momento —dijo Akomachi.
—¿Qué hace en el bosque una ciudad tan grande y bulliciosa como esta? —preguntó ella.
—Te lo explicaré todo, todo lo que sé, te lo prometo, pero las ciudades tienen demasiados ojos. Busquemos un sitio donde pasar la noche y comamos algo.
Encontraron una posada bastante grande en el centro de la ciudad y pidieron una habitación. Normalmente, en aquellas circunstancias, un hombre y una mujer que compartían habitación habrían tenido que explicar que eran marido y mujer o al menos que eran parientes cercanos; pero Shiuzu iba tan tapada y llena de polvo que debieron de tomarla por un hombre y nadie les cuestionó nada. La habitación era confortable y limpia, pidieron algo de cenar y ambos comieron con ganas; por suerte, Shiuzu llevaba dinero suficiente.
—Hermano, dime, ¿qué ocurrió?, ¿quiénes eran?
—Onryojin.
—¿Qué?
—Se hacen llamar así. Son un grupo de mahotsukai adoradores de los Tres Brujos y están muy bien organizados.
—¿Y qué querían hacer? ¿Para qué era ese hechizo?
—Lo ignoro, pero he podido saber que era importante para ellos, llevaban semanas planeándolo por lo que sin duda es bueno que los interrumpieras.
—Pero… debemos hablar con alguien, buscar a un Magistrado…
—¡No! Están infiltrados en todas partes, uno de ellos es Magistrado, Sayama Tanaka, y estoy seguro de que enseguida utilizará su influencia para encontrarme.
—Pero, ¿para qué te querían?
—Querían que me pusiera a su servicio, que pusiera mis poderes y mi sangre a su servicio. —Guardó silencio mientras su hermana lo miraba consternada—. Pero a pesar de todo, Shiuzu, jamás me inclinaré ante ellos ni ante ese supuesto Gran Brujo al que llaman Nakaichi. Enseguida intentarán capturarme o matarme, sé demasiado sobre ellos. Sé quiénes son sus líderes, sé dónde se esconden.
—¡Por eso debemos pedir ayuda! Vayamos a Nara, busquemos a un Onmyoji…
—No, no puedo…
—¿Qué? ¿Por qué?
—Yo… —Bajó la mirada avergonzado.
—¿Qué ocurre, Akomachi?
—No sé cómo, pero… de alguna manera me hicieron caer, quizá mediante algún engaño mágico, no sé, se me nubló la mente y comencé a practicar magia de sangre y… me siento poderoso, Shiuzu. He aprendido de ellos mucho y, aunque me cueste admitirlo, es algo que en parte debo agradecer. No obstante, los detesto por haberme llevado y por haberme arrastrado a practicar semejantes actos. No, no puedo contar con los Onmyoji, para ellos no soy más que otro enemigo, otro mahotsukai al que eliminar.
—Eres un… un… —Shiuzu estaba consternada y con lágrimas en los ojos.
—Sí, Shiuzu —susurró—, soy un mahotsukai.
—No… —Shiuzu rompió a llorar—. Todo ha sido por mi culpa, debí haberte encontrado antes, no debí permitir que te capturaran.
—No, no, no digas eso. —Sujetó a Shiuzu por los hombros buscando su mirada—. Shiuzu, gracias por liberarme, ahora podré vengarme y me gustaría contar contigo. No quiero que volvamos a separarnos, temo que sepan quien eres y que vayan a por ti, temo que te hagan daño a ti y a nuestro clan, pues les oí hablar de reclutar jinetes Oguri. Debemos seguir juntos, ¿de acuerdo? Si no aceptas, mátame ahora y busca ayuda en Nara o en donde quieras, no te detendré. Sin embargo, quisiera, hermana, seguir juntos y que me ayudaras a vengarme.
—¿Y cómo piensas vengarte? —musitó más tranquila.
—Los Onryojin tienen otros enemigos, los oí hablar de ellos, un grupo de samurai entre los cuales hay mahotsukai también y están liderados por una tal Himiko. Esta ciudad les pertenece, aunque no es algo que se sepa abiertamente, por eso debemos ser cautos. Quiero ponerme al servicio de Himiko como mahotsukai, contarle todo lo que sé sobre los Onryojin. Shiuzu, compréndelo, es el único lugar en todo el Imperio en el que puedo estar a salvo y, en realidad, el único en el que ambos podemos sobrevivir, pues estoy seguro de que ahora irán a por ti sólo por hacerme daño.
La cabeza de Shiuzu bullía, no se esperaba aquello. Sólo había querido rescatar a su hermano, regresar a su hogar y que todo fuera como antes. Entonces recordó la promesa formulada tiempo atrás: «Siempre estaremos juntos, protegiéndonos». Se enjugó las lágrimas y abrazó a su hermano.
—Sí, Akomachi. Me quedaré contigo, siempre, pase lo que pase.
Sigue la historia en el CAPÍTULO 3…