CAPÍTULO 7

Tras el encontronazo con Sayana Karo, no habían visto a nadie más, ni durante el día ni durante la noche. Sin embargo, se respiraba una calma tensa. Yaeko estaba segura de que uno de los hombres de Karo se había escapado y aquello significaba que avisaría a Tanaka y le informaría del paradero de Shiuzu y Akomachi. Katsu no entendía la preocupación, si venía Tanaka lo mataría, había sido fácil acabar con nueve de sus hombres, no le importaba cuántos enviaran, acabaría con todos sin pestañear. Él caminaba detrás de Hikari a la cola del grupo, ella había acelerado ligeramente el paso ante la expectativa de llegar a la posada antes de caer la noche. Akomachi y Shiuzu aseguraron que preferían pasar la noche al raso y que, si los demás querían dormir en el Wagaya, ellos esperarían fuera.

Katsu había intentado desde que salieron de Komoe entablar una buena conversación con Hikari, pero parecía que la cosa no fluía como él esperaba. Recordaba lo que su tío Yoshihiro le había dicho acerca de las mujeres, de cómo seducirlas y todo aquello: «en tu primera misión conocerás a otra muchacha y te enamorarás de ella y, probablemente, podrás incluso hablar con ella y, si te esfuerzas, podrás convertirte en su amante. O no, quizá alguna se enamore de ti y te seduzca. Estas cosas son complicadas y simples a la vez». También le había asegurado que los hombres fuertes como Katsu gustaban a las mujeres y que para seducirlas tendría que halagarlas y hacerles regalos; pero él se imaginaba diciendo cosas como «hermosa», «bella» y demás sandeces y se sentía ridículo, tampoco tenía nada que regalarle. Se planteó la opción de cogerla y huir con ella al interior del bosque; sin embargo, era muy probable que Hikari manifestara su descontento y se defendiera, después de todo, era una yamabushi. Desde luego no quería ser violento con ella, se prometió hace años a sí mismo no ser como su padre y que si alguna vez tenía una esposa o una amante la trataría bien, los golpes estaban reservados a sus enemigos. Se preguntaba por qué tenía que ser todo tan complicado, si estuvieran a solas hubiera sido más directo aún a riesgo de llevarse una bofetada. Ella le hablaba siempre con una sonrisa, pero no sabía si era por simpatía o por algo más. Decidió que tenía que decirle algo, lo que fuera.

—Hikari —le dijo.

—¿Qué? —respondió ella sin apartar la vista del camino.

—¿Cómo es eso de ser yamabushi? —La pregunta le sonó absurda, pero ya era tarde.

—Mmm… —Hikari se quedó pensativa—. Bueno… ¿nunca has conocido a ninguno?

—No, bueno, sí, a uno que cuidaba la pequeña capilla de Okakura, pero nunca lo vi hacer nada especial.

—Los yamabushi nacemos con el don de sentir a los espíritus elementales, de verlos, de tocarlos, de oírlos… —le explicó ella.

—¿Es un don de herencia?

—Sí, normalmente se hereda de uno de los padres o, como en mi caso, de un abuelo.

—¿Y en qué elemento eres experta?

—El fuego es el elemento que más he estudiado, aunque conozco el resto y puedo realizar pequeños hechizos con todos ellos, excepto con el vacío, claro.

—¿Y por qué el fuego?

—Mi sensei era un Maestro de Fuego. Si quisiera profundizar en el agua, por ejemplo, necesitaría a un Maestro de Agua que me instruyera.

—Ah, ¿y qué te permite hacer el fuego?

—Quemar cosas. —Ella sonrió.

—Eso suena interesante… —dijo él con una sonrisa.

—También da energía.

—¿De veras?

—Sí. Cada elemento tiene un efecto básico, por así decirlo. Cualquier yamabushi puede usar el fuego para dar energía; la tierra para fortalecerse; el agua para sanar; y el viento para saltar grandes alturas sin lastimarse.

—¿Puedes hacer todo eso?

—En realidad puedo pedir a los espíritus elementales que hagan eso por mí. Aunque no es oro todo lo que reluce, Katsu, y el uso de cada elemento tiene un efecto negativo.

—¿Qué efectos?

—El fuego produce en el yamabushi fiebre; el agua, frío; la tierra hace que se mueva más despacio; y el aire que se sienta mareado. Al ser yo una yamabushi de fuego, tendría que realizar un gran hechizo de fuego para sentir el efecto negativo.

—¿Y qué hay de la sangre?

—Ah, la sangre… cualquiera puede hacer magia de sangre si se le enseña, no hace falta ser yamabushi, ya que es un elemento que todos podemos ver, tocar y oler sin necesidad de invocarlo pues estamos llenos de él. Pero el mahotsukai que utiliza demasiada de su propia sangre, se consumirá, se debilitará y enfermará, por eso nos gusta usar la sangre de otros. —Katsu la miró con el ceño fruncido y soltó un pequeño gruñido, ante el gesto, ella sonrió—. Tranquilo, Katsu-san, jamás utilizaría la sangre de un aliado.

—Está bien… ¿qué permite hacer la sangre?

—Pues… muchas cosas, bien usada, da mucho poder, mucho. Es el poder de la vida y la muerte. Dime, Katsu, ¿por qué tanta curiosidad de repente? Dijiste que tu madre era mahotsukai, ¿no te explicó ella estas cosas?

—No, la verdad es que no, siempre fue muy discreta. Supongo que era porque a mi padre no le gustaba aquello —explicó él con expresión seria.

—¿Creciste en Okakura?

—Sí, sí, siempre he estado allí.

—¿Tienes hermanos?

—No. Me crié con mis padres y mi tío, el hermano de mi madre. Mi padre fue mi sensei aunque mi tío me enseñó muchas cosas importantes. —Sonrió al recordar a su tío Yoshihiro.

—Algún día me gustaría conocerlos —dijo ella sonriente.

—¿De veras? ¿Vendrías a Okakura?

—Claro, aunque temo que mi futuro esposo no me lo pondrá fácil.

Se quedó callado unos instantes, recordar que todo aquel viaje era para dejar a Hikari en los brazos de otro hombre le ponía enfermo.

—¿Te… te hace ilusión casarte?

—Pues… —se detuvo y lo miró— la verdad es que no, pero debo cumplir con mi deber de samurai. Guárdame el secreto, Katsu. —Suspiró y siguió caminando.

Katsu se quedó parado unos instantes pensando en lo que ella le había dicho, ¿habría sido una manera sutil de pedirle que se la llevara lejos? ¿Esperaba Hikari que nada más llegar matara a Irodake Kenichi?

El viaje se estaba haciendo ameno gracias a la compañía de Yaeko, Hikari y Katsu, aunque Shiuzu se sentía más cómoda caminando por las colinas de su tierra natal que por el intrincado y misterioso sendero. Todo parecía en calma, cuando apareció Yaeko anunciando que la posada estaba cerca pero que había visto caballos atados en la entrada. Hikari se mostró aliviada, pues ya estaba anocheciendo y temía tener que pasar otra noche a la intemperie; en cambio, Shiuzu y Akomachi, no.

—Muy bien, dejad que vaya a echar un vistazo —dijo Yaeko.

—Te acompaño —dijo Shiuzu.

—No, no será necesario —le respondió Yaeko.

—Insisto. Todo esto ha sido por nosotros, nos persiguen a nosotros, no dejaré que vayas sola.

La joven accedió y las dos se acercaron a hurtadillas a la posada. Yaeko se asomó a una ventana durante un breve instante y volvió a agazaparse.

—Son unos veinte, están cenando, algunos están bastante borrachos. Todos van armados y hay dos daisho apoyados en la pared —dijo.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Shiuzu.

—Es extraño que, estando todos armados, dos bushi hayan dejado sus armas. Creo que tienen prisioneros en alguna parte.

Sin decir más caminó de manera sigilosa a la parte trasera de la posada y Shiuzu la siguió. Allí encontraron unos paquetes de lo que prometía ser comida y utensilios de cocina, no dudaron en coger lo que pudieron. Además había tres carromatos con barrotes que se solían utilizar para transportar animales pequeños o presos. En dos de ellos había unos animales muy extraños que Shiuzu nunca había visto, parecían nezumi gigantes, pero aquellas ratas eran más oscuras de lo normal y se retorcían presas de alguna extraña agonía. Shiuzu sintió repugnancia ante aquellas extrañas criaturas, no supo apreciar si estaban cubiertas de pelo o de alguna sustancia viscosa y negra que se movía como un nido de sanguijuelas sedientas de sangre. Yaeko, en cambio, las miraba con curiosidad y cierta fascinación, o indiferencia, Shiuzu no estaba segura.

—Eh, eh… —Una voz susurrante del tercer carromato les llamó la atención. Se acercaron y vieron a dos hombres.

—¿Quiénes sois? —preguntó Shiuzu.

Ya había anochecido por completo y la luna alumbró los rostros de aquellos samurai, uno parecía tener unos treinta años, el otro no llegaría a los veinte. Los dos estaban sucios, con los kimonos rasgados y llenos de heridas.

—Nobles señoras, mi nombre es Kiyoshi y él es Kenji —dijo el mayor de los dos hombres—. Hemos sido hechos prisioneros de manera injusta, por mi honor, os lo juro. Ese Magistrado Tanaka y su infame yoriki Karo son unos criminales, ¡mirad!—. Kiyoshi señaló a un rincón en el suelo y Shiuzu y Yaeko vieron los cadáveres de dos heimin, seguramente, los posaderos—. Os aseguro, señoras, que fue un acto de crueldad y vileza, por no hablar de… —Entonces miró las jaulas de al lado con asco y, nervioso, sacudió los barrotes—. Por favor, ayudadnos, nos pondremos a vuestro servicio.

—¿Sois prisioneros de Sayana Tanaka y de Sayana Karo? —preguntó Shiuzu.

—Sí, sí, de ellos — respondió Kiyoshi.

Shiuzu se dispuso a intentar abrir la jaula, el candado era grande y no veía el modo de romperlo. Entonces Yaeko sacó una daga del interior de su kimono y, con asombrosa rapidez, quebró el candado sin hacer apenas ruido. Los dos hombres salieron y se inclinaron ante ellas.

—Gracias, honorables señoras —dijo Kiyoshi con solemnidad—, por favor, podríamos…

—No hay tiempo para eso. ¡Vamos! Seguidnos, ¡rápido!

Los cuatro regresaron cargando con varios paquetes y se reunieron con los demás que esperaban escondidos entre los árboles.

—¿Quiénes son? —preguntó Akomachi con desconfianza.

—Prisioneros de Tanaka, se llaman Kiyoshi y Kenji —respondió Shiuzu.

—Son unos veinte —explicó Yaeko—, lo bueno es que están distraídos cenando y bebiendo sake.

—¿Tienen sake? —preguntó Katsu con brillo en los ojos.

—Por favor, noble samurai —dijo Kiyoshi a Yaeko—, decidnos el nombre de nuestras salvadoras y de sus acompañantes.

—Me llamo Yaeko —dijo tras lanzar un suspiro—, ella es Shiuzu y ellos son Hikari, Akomachi y Katsu.

Kiyoshi se inclinó ante Yaeko y Shiuzu y Kenji lo imitó.

—Estamos en deuda con vos, Yaeko-sama, y con vos, Shiuzu-sama. Os debemos la vida. Sin embargo, algo nos ata aún a Tanaka, y es que ese miserable tiene nuestras espadas. No podemos marcharnos sin ellas.

—De acuerdo, yo las recuperaré, sé dónde están —dijo Yaeko.

—¿Qué? ¡No! Ni hablar, señora, no permitiremos que os arriesgueis de nuevo por nosotros —respondió Kiyoshi.

—Confiad en mí, sólo necesito una distracción —insistió ella.

—Pero, ¿por qué no entramos y ya está? —interrumpió Katsu.

—Son demasiados —le contestó Akomachi.

—Creo… —dijo Hikari pensativa— creo que puedo dar a Yaeko la distracción que necesita y hacer salir a una parte de los hombres de Tanaka para que podáis enfrentaros a ellos, así no serán tantos de una vez. Yo me ocuparé de los que se queden dentro.

—¿Qué? ¿Cómo? —dijo Katsu extrañado.

—Dejadme a mí. —Hikari comenzó a andar y Katsu la detuvo.

—¿Has perdido el juicio? —preguntó Katsu—, ¿piensas entrar sola?

—Sí, pienso hacerlo —dijo ella con seguridad—, vosotros estad preparados, pronto saldrán algunos hombres de Tanaka y vendrán hacia aquí.

—Pero, Hikari-sama —dijo Kiyoshi nervioso—, es una locura.

—Dejadla —interrumpió Yaeko—, os aseguro que sabe lo que hace y no la haréis cambiar de opinión.

Hikari se marchó corriendo a la posada y Yaeko desapareció en las sombras de la noche. Al poco, Yaeko regresó con las espadas de Kiyoshi y Kenji, ambos se mostraron muy agradecidos y sorprendidos, sin entender cómo las había recuperado.

—Los hombres de Tanaka no tardarán en venir —dijo ella.

—Pues que vengan. —Katsu sacó su nodachi.

Akomachi y Shiuzu se agazaparon entre los árboles. Shiuzu preparó su arco y Akomachi comenzó a concentrarse para formular un hechizo. Katsu, Kiyoshi y Kenji esperaron armados en el camino.

—Resguardaos, Yaeko-sama —dijo Kiyoshi buscándola con la mirada, pero no logró verla.

De pronto, aparecieron unos quince hombres, iban corriendo, algunos bastante frescos, otros bastante ebrios, por lo que fue fácil para Katsu acabar con unos cuantos en un momento. Katsu parecía eufórico al ver la sangre saliendo disparada, cuando la hoja se hundía en la carne partiendo los huesos. Shiuzu se fijó en él un instante y le parecía aún más fornido y los ojos le centelleaban. Kiyoshi no resultó tan letal, ya que los bushi que se encararon con él no estaban tan borrachos como los que fueron directos a Katsu. Kenji tuvo que enfrentarse al que sin duda era el más hábil de todos, pero el joven ronin parecía ser un gran duelista y su katana abrió el pecho de su oponente. Varias flechas de Shiuzu volaron de manera certera e hicieron caer a unos cuantos, en aquella ocasión, la luz de la luna llena la había ayudado; por su parte, Akomachi invocó a los espíritus de la tierra y éstos lo obedecieron sepultando a tres soldados. Otros dos hombres de Tanaka yacían muertos con cuchillos clavados en la espalda y en la garganta. Kiyoshi había recibido un katanazo en la pierna derecha que le hacía cojear, sin embargo, hizo un esfuerzo por disimularlo. Katsu, por su parte, había resultado también herido, tenía un profundo corte en el hombro izquierdo. Akomachi quiso curárselo pero él se negó diciendo que no quería pararse a que le hicieran ningún hechizo. Guardó el nodachi a la espalda y sacó la katana, que podía utilizar con una sola mano.

—¿Y ya está? ¿No vienen más? —dijo Katsu—. Vayamos entonces a por ellos. Vayamos a buscar a Hikari.

Hikari irrumpió en la posada, parecía asustada, alterada y  con el rostro lleno de lágrimas.

—¡Por favor, por favor ayudadme! Mi padre… mi pobre padre —dijo con voz entrecortada.

—¿Quién sois? ¿Qué ha pasado? —El que parecía el líder se acercó a ella, los demás se pusieron en pie y la rodearon.

—Unos bandidos… nos han atacado. Se llevaron todas nuestras cosas y han asesinado a mi padre… —Hikari se cubrió el rostro sollozando.

—¿Cómo eran esos bandidos? —preguntó el líder del grupo de manera imperante.

—Uno era… enorme… por Amaterasu, era un gigante… y… había flechas… una flecha ha matado a mi padre y… la tierra se movía… —dijo Hikari con voz confusa.

—¡Son ellos! —dijo el hombre en tono triunfante—, ¿dónde están? ¡Habla, muchacha!

—Por allí —respondió ella señalando el sendero por el que había venido.

—¡Mura-san! Tú y los tuyos, ¡vamos!, ¡id a por ellos! —Un buen grupo salió corriendo, a Hikari le pareció contar que eran diez o quince, por lo que quedaban muy pocos dentro de la posada—. Y tú, ¿cómo te llamas? —le preguntó a Hikari.

—Sayuri, señor. —Hikari se secó las lágrimas con las manos y parecía más calmada.

—No te preocupes, Sayuri-san. Soy el Magistrado Sayana Tanaka, aquí estarás a salvo. Mañana le diré a algunos de mis hombres que te escolten hasta tu hogar. ¿Dónde vives?

—Ahora… ahora en ningún sitio, Tanaka-sama. Mi padre era un ronin, no teníamos nada. Él quería ir a Komoe, había oído que era un buen lugar, un sitio donde daban oportunidades a ronin honorables como él. Pero ahora… ahora estoy sola, señor. No tengo a donde ir. —Bajó la mirada mientras todos la escuchaban conmovidos.

—Sorato-san —le dijo Tanaka a uno de sus bushi—, tú y Seiya, acompañad a Sayuri a una de las habitaciones de arriba y dadle algo de comer. Dentro de unos días la llevaremos con Nakaichi.

—Gracias, Tanaka-sama, gracias. —Ella hizo una reverencia cortés y se marchó con los dos soldados.

Caminaba con lentitud y mostró dificultades al subir las escaleras, Sorato se ofreció a ayudarla mientras Seiya se adelantaba con la comida y a preparar la habitación. A Hikari le extrañó que no hubiera allí ningún posadero ni ningún sirviente y no se sorprendió cuando Sorato, que apestaba a sake, le tocó sin ningún decoro la cadera más de lo necesario.

—Ay, Sorato-san, ¿qué voy a hacer ahora? Tan sola… suerte que quedan en este Imperio hombres valientes y honorables como vos en los que poder confiar. —Apoyó la cabeza en su hombro con languidez.

Llegaron a la habitación y Sorato hizo un gesto a Seiya para que se marchara. Seiya sonrió a su compañero y dijo que esperaría haciendo guardia fuera.

—Sayuri-san, me aflige veros tan triste, siendo tan bella. Qué injustas han sido las fortunas dejándoos sola e indefensa —le dijo Sorato a Hikari cuando se vieron a solas en la habitación. Después se quitó el daisho y lo dejó apoyado en la pared.

—¡Ay! Qué desgracia la mía, si tan sólo pudiera olvidar mis pesares…

Ella suspiró con debilidad y sin más dilación él la abrazó por la espalda y comenzó a besarle el cuello e intentó desatarle la hakama. Con disimulo, Hikari se sacó la daga del kimono, se giró para mirarlo, lo besó en los labios con pasión y acto seguido le clavó el tanto en la tráquea. Sin poder gritar, Sorato se desplomó desangrado sobre el tatami. Hikari susurró las palabras del hechizo que bien conocía y, gracias al poder de la sangre derramada, el cuerpo de Sorato se levantó.

—Eres mío, ¿cierto? —dijo Hikari y el cadáver asintió—. Quiero que esperes ahí, sentado en ese rincón. Va a entrar un hombre, cuando lo bese, ven hacia él y clávale tu wakizashi en la espalda, ¿lo has entendido?

El cadáver volvió a asentir, cogió su wakizashi y esperó sentado en la penumbra.  Hikari se miró la ropa ensangrentada, aquello era un fastidio y tuvo que desnudarse. Aprovechó para dar un par de bocados a la comida que Seiya le había llevado y el pescado le supo delicioso. Se colocó en el centro de la habitación.

—¡Seiya-san!

Se oyeron unos pasos desde el pasillo.

—¿Sí, Sayuri-san? —preguntó Seiya a través del shoji.

—Vuestro compañero se ha dormido, ¿podríais hacerme compañía, por favor?

El shoji se abrió y entró Seiya, los ojos le brillaban por el sake y le brillaron más al ver a Hikari desnuda. Sin decir nada se abalanzó sobre ella que lo recibió besándolo. Enseguida, Seiya yacía muerto, el cadáver andante había cumplido con su cometido. «¿Cómo pueden ser tan estúpidos?», se preguntó Hikari. Se vistió y levantó el cadáver de Seiya.

—Ahora, os ordeno que vayáis a la planta de abajo y matéis a todos los hombres que veáis.

Los dos se marcharon. Al poco se oyeron gritos de terror y de lucha: había llegado la hora de escapar, miró la comida caliente y suspiró apenada. Ir por la entrada principal sería imposible, tendría que huir por la ventana. Cuando iba a invocar a los espíritus del viento, el shoji se abrió, entró un hombre,: el Magistrado Sayana Tanaka que tenía los ojos negros como dos esferas de obsidiana.

Katsu y los demás se dirigían a la posada, se oían gritos desde dentro, lo que les hizo pensar que Hikari estaba en peligro. De pronto, la posada quedó bañada en sombras y una especie de masa negra informe crecía y crecía cubriendola por completo e impidiendo la entrada.

—¡Hikari! —gritó Katsu alterado.

Todos miraban consternados a aquella espantosa criatura, si es que se la podía llamar así, estaba viva, seguro, pero no tenía forma, ni rostro… nada. Shiuzu disparó una flecha a aquella masa negra, pero ésta se hundió como lo hubiera hecho en arenas movedizas. El extraño ser no paraba de aumentar su tamaño, cuando de las ventanas comenzaron a salir dos zarcillos negros que a Katsu le recordaban a patas de araña. Uno se iba estirando más y más hasta alcanzar a un par de cadáveres cercanos y los atrapó para lanzarlos contra Akomachi. Katsu se abalanzó gritando contra el zarcillo y la hoja se quedó clavada en la extraña rama negra, Katsu tiró y tiró pero no conseguía sacar la katana; el zarcillo se levantó y Katsu no soltaba su espada, así que pronto se vio izado por los aires. Kiyoshi y Kenji rodearon a Yaeko intentando protegerla de otro zarcillo que los acechaba, y Shiuzu corrió a auxiliar a su hermano. La espada de Katsu al fin salió haciéndolo caer desde una altura considerable. Justo en aquel instante, la posada estalló en llamas y aquella sustancia oscura se retorcía de manera desesperada y lastimosa consumiéndose. Katsu miraba impotente la escena pensando en Hikari cuando, de uno de los laterales, apareció ella corriendo con la ropa manchada de sangre. Estuvo a punto de lanzarse a abrazarla, pero Yaeko se adelantó.

—Hermana, por un momento me habías asustado. ¿Qué ha pasado ahí dentro?.

—No lo sé, esa cosa… Tanaka… Nunca había visto algo así… Empezó a crecer y la sombra crecía por todas partes. El fuego parece que funciona… —explicó Hikari mientras recuperaba el aliento.

Se quedaron observando cómo la posada se consumía y se reducía a cenizas. Tras cerciorarse de que no quedaban restos de aquella extraña sombra, decidieron alejarse del espantoso lugar y encontraron un claro en el bosque que a todos les pareció confortable, menos a Hikari, la cual mostró su descontento

—Ánimo, hermana —le dijo Yaeko—, mira, hemos cogido parte de las provisiones de Tanaka y, como está muerto, podremos hacer una hoguera sin peligro y cenar algo caliente.

Yaeko y Shiuzu se dispusieron a hacer una hoguera para preparar la cena. En los paquetes había arenques, tofu y especias. Hikari y Akomachi se detuvieron a examinar las heridas de Katsu, Kiyoshi y Kenji. Katsu se dejó curar por Hikari; y Akomachi, que sólo tenía unas leves contusiones, se ocupó de la pierna de Kiyoshi.

—Pero, señora —dijo Kiyoshi mirando la ropa de Hikari—, vos también estáis lastimada, deberíais curaros antes de sanar a otros.

—Oh, Kiyoshi-san —dijo ella con una sonrisa—, no es mi sangre. —Tras decir esto, Hikari se acercó a Kenji—. ¿Tienes la mano herida? ¿Quién te ha hecho este vendaje? —Le cogió la mano y comenzó a quitarle la harapienta venda—. Da gracias a que no se ha infectado. Vaya… fue un corte limpio.

—Yo… yo no me lo hice, señora —dijo Kenji con nerviosismo—, una mujer… me engañó.

—Tranquilo, Kenji-san, lo comprendo. —Hikari colocó sus manos sobre la herida y al momento ésta desapareció como si nunca hubiera estado allí—. Ha sido una suerte que la haya visto a tiempo, si no, hubiera acabado siendo una cicatriz espantosa.

—Gracias, Hikari-sama —dijo Kenji.

—Decidnos, ¿hacía dónde viajáis? —preguntó Hikari.

—Vamos a… —Kenji iba a responder, pero Kiyoshi le hizo callar con un gesto.

—Este sendero sólo lleva a un lugar y, siendo dos ronin, lo más probable es que vayáis a Komoe, eso, o buscáis aventuras en el Akumamori —explicó Hikari—. Aunque, claro está, Tanaka pudo atraparos en otro lugar lejos de aquí, sin embargo, sabemos que Tanaka lleva semanas por la zona.

Kiyoshi bajó la mirada un tanto avergonzado al verse descubierto.

—Sí, vamos a Komoe —dijo Kenji.

Kiyoshi se sintió incómodo al verse obligado a confiar en aquellos extraños, sin embargo, habían luchado juntos y les debían la vida y la libertad a Yaeko y Shiuzu.

Habían tenido que salir a toda prisa de Shiro Han, dejando todo atrás y aprovechando la oscuridad brindada por el eclipse. Se adentraron en el bosque y corrieron sin rumbo durante horas, cuando consideraron que estaban lo bastante lejos del castillo, se detuvieron.

—Toshio, ¿qué… qué ha pasado? —preguntó Koichi.

Toshio miró al joven a los ojos intentando recuperar el aliento. Lo conocía desde que nació y sintió una punzada en el corazón al comprender que estaban solos. Recordó el nacimiento de Koichi y la situación tan difícil que vivía entonces el clan Ogaki. Había pasado ya tanto tiempo… Toshio recordó el orgullo en los ojos de Senzo cuando Toshio, tras realizar su genpuku, recibió su daisho de manos de Ogaki Sayako. Recordó también la boda de Senzo, justo una semana después, con la encantadora Mizu no Hotaru, una de las sobrinas del entonces Daimyo del Agua y desde luego recordó la alegría de su sensei cuando dos años después ella dio a luz a un niño fuerte y sano. En aquel entonces, no obstante, aún pesaba sobre el clan la muerte del daimyo Ogaki Eiji. Sin duda Ogaki Eiji había sido uno los samurai más valerosos que se hubieran visto en el Imperio de Shirukuni; pues hacía ya muchos años, cuando era tan sólo un muchacho, Eiji salvó al clan Ogaki y a importantes miembros de la familia Mizu del ataque de un clan traidor. Fue por aquella proeza que el Gran Daimyo del Agua, Mizu no Masao, nombró a Eiji daimyo Ogaki y lo convirtió en el general de los Ejércitos de Agua. Sin embargo, tras la muerte de Masao, el nuevo Gran Daimyo, Mizu no Takehiro, dijo que Eiji era un criminal y exigió su cabeza. Nunca se hizo público el crimen en cuestión, pero Eiji, en un gran acto de honor y lealtad, realizó seppuku y su cabeza fue entregada al Gran Daimyo. Muchos samurai siguieron a Ogaki Eiji y se abrieron el vientre acusando a Mizu no Takehiro de traidor. Toshio quiso haber sido uno de ellos, pero cuando ocurrió aquello todavía era un niño y Senzo lo animó a luchar por el clan y por la actual daimyo, Ogaki Sayako, la hija de Eiji. Sacudió la cabeza intentando centrarse en su situación actual, se acarició la frente y volvió a mirar a Koichi.

—¿Qué ha pasado? —insistió el joven.

—Tu padre, Koichi, me ha dado órdenes. Él sabía que estabas en peligro y se ha sacrificado para que pudiéramos escapar provocando esas explosiones —respondió Toshio.

—¿Escapar? ¿Adónde?

—A Komoe.

—¿Komoe? No conozco ese lugar…

—Es una ciudad construída en el Akumamori.

—¿Y allí qué haremos?

—Tú padre me ordenó buscar a una mujer llamada Aiko y ponernos a su servicio, también tenemos que encontrar a un hombre cuyo nombre es Taadaki. Tu padre me entregó cartas para ambos.

El joven guardó silencio, no debía de ser fácil asimilar todo lo ocurrido, la traición de su amada Itsuko, la muerte de su padre y su incierto destino.

—No sé cómo, pero todo saldrá bien —le dijo Toshio—, algún día vengaremos la injusta muerte de Senzo, tendremos que tener paciencia. —Lo miró con compasión—. No tardarán en buscarnos, nuestros nombres no son seguros, ya no somos Ogaki Koichi y Ogaki Toshio, somos los ronin Kenji y Kiyoshi, ¿entendido? —Lo miró fijamente hasta que el joven afirmó con la cabeza—. Y ahora, ¿puedes explicarme por qué no llevabas tu daisho contigo? ¿En qué estabas pensando?

—No, no lo sé… ella me lo ordenó.

—Está bien. —Comprendió que aquel imperdonable descuido era a causa de algún hechizo de Han Itsuko.

A los pocos días fueron apresados por Sayana Karo, que los llevó ante el Magistrado Sayana Tanaka y fueron acusados de ser mahotsukai y de quemar Shiro Han. Ellos intentaron defender su inocencia, pero pronto comprobaron que era inútil.

—Nosotros venimos de Komoe —dijo Hikari.

—¿De veras? —preguntó Kenji emocionado—, buscamos a alguien de allí.

—¿Sí? ¿A quién? —preguntó Hikari.

—No sé si debemos decírselo, Kenji-san —interrumpió Kiyoshi.

—Claro, no tenéis por qué decirlo —dijo Hikari con una sonrisa—, siempre podéis llegar a esa gran ciudad y preguntar. Seguro que no queda nadie que os pueda estar buscando. Yo, sin embargo, me crié allí, conozco a todos los samurai importantes que viven en Komoe.

—Está bien —dijo Kiyoshi con un suspiro—, buscamos a Aiko y a Taadaki

—¿Buscáis a Aiko? —preguntó Hikari sorprendida.

—Sí, ¿la conocéis? —El rostro de Kiyoshi se iluminó.

—Claro que la conocemos, Aiko es mi madre y la de Yaeko— explicó Hikari.

—¿De veras? —Kiyoshi se sintió ilusionado.

—Sí, pero ahora no está en Komoe. Hace unos días que tomó el camino principal y no puedo deciros exactamente dónde está. Sí puedo aconsejaros que vengáis con nosotros, dentro de unas semanas nos encontraremos con ella —dijo Hikari.

Kiyoshi se quedó pensativo sin saber qué hacer.

—Podríamos buscar mientras a Taadaki —dijo en tono reflexivo—, ¿a él lo conocéis?

—No —respondió Hikari—, no conozco a nadie con ese nombre.

—Taadaki era mi padre —interrumpió Katsu.

Todos lo miraron sorprendidos.

—¿Era? —preguntó Kiyoshi alarmado.

—Sí, era —repitió Katsu.

—¿Qué queréis decir? —dijo Kiyoshi.

—Que ya no lo es —respondió Katsu de manera tosca.

—¿Queréis decir que está muerto? —dijo Kiyoshi y Katsu afirmó con la cabeza—, pero, ¿cuándo murió?

—Hace unos días —respondió Katsu cada vez más molesto.

—¿Cómo? —Kiyoshi estaba consternado.

—Haces muchas preguntas, Kiyoshi. Buscáis a Taadaki, Taadaki está muerto y yo soy su hijo. —Katsu lo miraba fijamente con enfado.

—Lo lamento, Katsu-san, debe de ser un asunto doloroso para vos, no he debido insistir. —Kiyoshi miró a Kenji mientras decidía qué hacer.

—Creo que debemos hacer lo que la dama Hikari sugiere —dijo Kenji.

Kiyoshi suspiró al comprender que no tenían mejor opción.

—¿Y adónde os dirigís? —preguntó Kiyoshi.

—A Shiro Irodake —interrumpió Yaeko entre risas—, Hikari va a casarse con el honorable Irodake Kenichi.

—Oh, os felicito. Los Irodake gozan de un honor intachable y son famosos por ello entre los clanes de la Casa del Agua —sentenció Kiyoshi.

Mientras conversaban, Shiuzu y Yaeko habían hecho la cena, habían preparado una sopa especiada con arenque y tofu. Hikari, que estaba deseando comer algo caliente, se acercó a la cacerola, arrugó la nariz y sacó un insulso pan de arroz de su bolsa. Shiuzu fue sirviendo a cada uno en unos cuencos que habían robado a Tanaka. Kiyoshi y Kenji no querían ser descorteses y probaron la sopa.

—Está muy caliente —afirmó Kiyoshi tras acercarse el caldo a los labios—, será mejor esperar.

Kenji miraba su cuenco con asco y parecía esperar un descuido de los demás para usar aquel brebaje como abono para alguna planta cercana; Kiyoshi sintió lástima por la planta en cuestión, que sin duda moriría envenenada. Shiuzu y Yaeko lo bebían a pequeños sorbos intentando mantener la dignidad. Akomachi lo probó y escupió.

—Por los cielos, hermana —dijo riendo—, compadezco a tu futuro esposo si tiene que comerse lo que tú cocines. —Shiuzu le arreó un puñetazo en el brazo y Akomachi estalló en carcajadas.

Katsu, ante el asombro de todos, se bebió toda la sopa sin parar, trago a trago. Cuando terminó, tiró el cuenco con desprecio.

—¡Por Izanami! —gritó—, ¡sabe peor que la sangre de oni! ¡Espero que hayáis robado algo de sake para digerir esto!

Todos se rieron con ganas, menos Yaeko y Shiuzu, que lo miraron ofendidas, y Kiyoshi, que se sintió alarmado por semejante comportamiento

—¿Ha sobrado?, ¿puedo tomar un poco más? Sabe repugnante, pero tengo hambre. —Katsu eructó y se acercó a la cacerola.

—No, ni hablar, lo que ha sobrado es para mi hermana —le dijo Yaeko amenazándolo con el cucharón.

—No, no —interrumpió Hikari, todavía riendo—, he cenado algo en la posada, no tengo apetito. Puedes comértelo, Katsu.

Katsu se comió toda la sopa de arenque con asco y con ganas. Se sentía satisfecho consigo mismo por haber luchado bien y por haber hecho reír a Hikari, era la primera vez que la veía reír de aquella manera; aunque sin duda le hubiera gustado hacer otras cosas con ella, sí, fornicar con ella habría sido una buena manera de terminar el día. Se preguntaba cómo se las había apañado Hikari para hacer salir a parte de los hombres de Tanaka, para escapar y después reducir a aquel monstruo extraño a cenizas.

Llegada la hora de dormir, se asignaron los turnos de guardia y Katsu y Hikari fueron los primeros que tendrían que quedarse despiertos vigilando. Él estaba sentado con la espalda apoyada en un árbol robusto y ella se sentó a su lado. Shiuzu se había quedado dormida junto a su hermano; Kiyoshi y Kenji, yacían agotados y tranquilos en otro lado y Yaeko estaba tumbada junto a un árbol.

—Gracias por comerte mi sopa, Katsu —le susurró ella apoyando la cabeza en su hombro.

Katsu se puso tenso, dudando acerca de si estaría bien abrazarla o no. Al instante Hikari cayó profundamente dormida y él no se atrevió a moverse por miedo a despertarla. Haría guardia solo.

 

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